En 1997, mi esposa estaba gravemente enferma. Gastamos todos nuestros ahorros para curar su enfermedad, pero sin ningún resultado. Eventualmente condujo nuestra vida a una esquina por un lapso de tiempo. En ese punto, un amigo mío dio el evangelio del Señor Jesús a mí; mi esposa, mis dos hijas, y todos aceptamos el evangelio. Desde entonces, leemos la Biblia y le oramos al Señor todos los días. Especialmente cuando leo la palabra del Señor en la Biblia, diciendo: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). A menudo le confiaba mi angustia al Señor. Bajo su bendición, no sentí angustia poco a poco, y no mucho después, la enfermedad de mi esposa se curó milagrosamente. Desde entonces, nuestra familia estuvo viviendo una vida feliz. Me conecté al Señor Jesús en mi corazón y estaba más convencido de que el Señor Jesús es el verdadero Dios para salvar al hombre. Sin embargo, justo cuando estaba comenzando a predicar el evangelio con mucha fe para pagar el amor del Señor, el Partido Comunista Chino extendió su mano malvada hacia nosotros. He sido arrestado muchas veces en el corto tiempo de cuatro años, mediante el cual soporté tortura, abuso, y burlas por parte de ellos. Esa experiencia, como una pesadilla, permaneció fresca en mi memoria hasta ahora.
Una mañana de agosto del 2003, cuando estaba barriendo mi patio, cinco invitados inesperados irrumpieron desde el patio. Echando un vistazo, descubrí que uno de ellos era el oficial de seguridad pública del ayuntamiento, otro el líder del grupo, y los otros tres eran policías con uniforme. Tan pronto como el líder del grupo me vio, sonrió hipócritamente y dijo, “Lao Wang, queremos hablar contigo, hablemos adentro”. En ese momento, un policía estaba mirando hacia afuera, y el líder del grupo se quedó en la puerta bloqueando el camino. Tenía un presentimiento de que debía haber algo malo. En ese momento, habían dos hermanos que vinieron a predicar el evangelio viviendo en mi casa, y no tenían idea de lo que sucedía afuera. El momento en que entramos a la casa, los policías mostraron sus licencias a nosotros y gritaron, “¿Sabéis lo que estamos haciendo aquí hoy? No creáis que no sabemos que creéis en Dios. Hace tiempo nos informaron a nuestra policía y los hemos investigado por un mes. Sabemos todo lo que habéis hecho”. Y entonces, forzaron a mi hija mayor a que subieran las escaleras para hacer una búsqueda. En ese momento, estaba algo asustado ya que había escuchado que la PCCh trataba a los creyentes en el Señor con métodos viciosos, nunca respetándolos como hombres, y una vez arrestados serían como oveja que cae dentro de la boca de un tigre. Pensando en eso, oraba contínuamente al Señor para que nos concediera fe. Luego de mi oración, pensaba en la palabra del Señor Jesús, “Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan, y digan todo género de mal contra vosotros falsamente, por causa de mí” (Mateo 5:10–11). La palabra del Señor me hizo comprender que fue una bendición ser arrestada por la PCCh porque Dios quería probar nuestra fe a través de esto. No nos abandonaría. Cuando pensaba en ello, no me sentí tan temeroso e hice un voto en mi corazón: No importa lo que suceda, absolutamente nunca venderé a mis hermanos y hermanas.
Después de un tiempo, buscaron todas las escrituras mías y la Biblia de nuestra habitación. Las colocaron en un bolso y las dejaron para que me las llevara en el hombro. Luego llevaron a mi esposa, a mi hija mayor también, así como a los dos hermanos al comité de la villa y comenzaron a interrogarnos por separado. Después de interrogar a mi esposa y a mi hija mayor, las liberaron y les advirtieron que no se fueran y esperaran a ser llamadas en cualquier momento. Luego, los policías comenzaron a interrogar a los dos hermanos y a mí. El que me interrogó era un joven policía. Al comienzo, aún anhelaba la ilusión de que este joven policía no sería tan malvado conmigo porque también tenía familiares de mi edad en casa. ¿Quién sabía que cuando me llevó a un aula de una escuela, me gritó severamente, "¿Sabes qué ley quebrantó?". Respondí: "No quebranté ninguna ley". Golpeó la mesa y se puso de pie. , apretando los dientes y rugiendo, "¡Quédate quieto! No te apoyes contra la pared. Tu creencia en Dios está rompiendo la ley. ¿A quiénes ha predicado el evangelio? ¿De cuántas personas estás a cargo? Díme la verdad.” Dije: “No le predico el evangelio a nadie más. Sólo mis propias familias creen en Dios. Sólo me hago cargo de nosotros mismos.” Luego de escuchar mis palabras, enrolló sus mangas y corrió hasta mí, abofetéandome en la cara con fuerza. Instantáneamente, me sentí mareado; rugió de nuevo sin esperar a que recuperara la compostura, “¡Todavía te rehúsas a decirlo! Bueno, incluso si no cuentas la verdad, aún puedo apresarte de un crímen...” Entonces él me interrogó por dos horas pero no obtuvo ninguna información que quería de mí. Esa noche, nos llevó a los dos hermanos y a mí a la estación de policía. Esposándonos a los banquillos, nos dejó solos allí y regresó a casa.
Era lejos en la noche. No habíamos ni comido ni bebido agua en todo el día, y para colmo estábamos siendo picados por mosquitos. Me sentía dolor y picazón en todas partes, especialmente la mitad de mi cara que fue golpeada todavía se sentía dolor intenso. Los labios de los dos hermanos estaban secos y sus bocas estaban sangrando. Viendo esto, no pude evitar preocuparme en cómo los policías nos torturarían mañana. En ese punto, el hermano sentado a mi lado parecía leer mi pensamiento y me animó diciendo, “Hermano, ¿de qué te preocupas? El Señor una vez nos dijo, ‘¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Y sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin permitirlo vuestro Padre. Y hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Así que no temáis; vosotros valéis más que muchos pajarillos’ (Mateo 10:29–31). El Señor es nuestro respaldo. No necesitamos temer de ellos o preocuparnos por nada. Sin el permiso del Señor, no nos pueden hacer nada. Sin importar qué tan grande es nuestro sufrimiento, debemos creer que siempre y cuando confiemos en el Señor, lo superaremos”. Después de escuchar aquellas palabras, me sentí mucho más tranquilo y también tenía coraje.
El siguiente día, nos detuvieron por quince días con el cargo de “disturbios al orden de la sociedad” y luego nos escoltaron al centro de detención. Tan pronto llegamos allí, los policías nos ordenaron quitarnos los zapatos, y luego nos quitaron los cinturones, cortándonos los botones a la fuerza de nuestros pantalones, e incluso nos quitaron el dinero que traíamos. Tuvimos que levantarnos los pantalones y caminar descalzos hasta la celda de la prisión. Sólo había una cama desnuda dispuesta y al lado había un retrete, cuyo olor era horrible. Especialmente al momento de la suspensión de suministros de agua, se nos haría difícil respirar. En el centro de detención, los policías exigían que cada uno de nosotros pagara diez yuanes todos los días para nuestra vida diaria, pero en vez de eso nos daban sopa clara que sólo flotaban unas piezas de hojas de vegetales podridos y los panecillos enmohecidos y agrios. Al principio vivíamos los tres en una celda de la prisión, y unos días más tarde, la policía de la prisión nos colocó en otra celda, donde vivimos con un criminal que era un asesino y pirómano y capaz de hacer toda clase de maldad. La policía de la prisión lo incitó a tratar con nosotros. Nos trataba como esclavos y siempre nos ordenaba en frente de nosotros. En un momento, nos solicitó que limpiáramos el piso; en otro momento nos forzó a lavar el sanitario, nunca nos permitía descansar. Debido al cansancio, sentía que ya no podía más y también me sentía furioso. Pero cuando recordé la palabra del Señor, que dice, “Pero yo os digo: no resistáis al que es malo; antes bien, a cualquiera que te abofetee en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mateo 5:39). Me mantengo orando a Dios para que me proteja y me permita soportar hasta el final. Unos pocos días más tarde, el criminal fue liberado. Luego la policía de la prisión incitó a otros criminales a que nos torturaran, prohibiéndonos dormir hasta el día que fuésemos liberados. Pasando sólo la mitad de un mes de la vida de prisión. Yo, un hombre fuerte original, perdí diez kilos de peso. Nunca he pensado que la PCCh odiara tanto a los creyentes de Dios, e incluso fue cruel en este nivel para mí, una persona ordinaria desarmada. ¡Qué difícil es creer en Dios y caminar el sendero correcto en China!
No mucho después de que me liberaron, cinco hermanos y hermanas y yo tomamos el autobús a un lugar remoto para predicar el evangelio. Un día, cuando estábamos orando por un hombre enfermo en una familia acogida. “¡Bang!” La puerta se abrió de un golpe, y una banda de policías irrumpieron. Sin mostrar ningún certificado, nos ordenaron pararnos contra la pared, quitándonos las correas y los zapatos. Al poco tiempo, nos encerraron en la patrulla y nos llevaron a la estación local de policía. Una vez llegamos allí, siete u ocho policías nos gritaron con ojos destellantes a cambio, “Mostramos compasión a los que confiesan y severidad a los que se resisten. Si no dicen la verdad hoy, ¡sólo se culparán ustedes mismos! ¡Hablen! ¿Cómo se llaman? “¿De dónde son ustedes?” ¡Confiesen!” Todos guardamos silencio y yo estaba rezando silenciosamente en mi corazón. Después de eso, me buscaron y me quitaron mi tarjeta de identificación, y revisaron mi identidad en el sistema computarizado. Me puse nervioso y pensaba: Si descubren que una vez fui arrestado, ¿cómo me tratarán? Antes que pudiera recuperarme, habían obtenido la información sobre mí y el jefe de la estación de policía me dijo con un tono malvado, “Así que, estuviste detenido una vez por creer en Dios. Parece que no temes a la muerte. Todavía no cuentas la verdad hasta ahora. Hoy, definitivamente te golpearé hasta que mueras.” Al decir eso, se apresuró hacia mí y comenzó a golpearme y a patearme, e incluso me maldecía mientras lo hacía. Cuando se cansó de golpearme, le pidió a otros que continuaran haciéndolo. Todas estas personas eran bravucones que estaban capacitados profesionalmente en el ejército. Me empujaron para atrás y adelante como a un saco de arena. Un par de rondas después, mi pecho y espalda estaban tan brutalmente abatidos que estaba adolorido, mareado y me costaba respirar. Pensaba: Si se mantienen golpeándome así, debo serguramente estar muerto; incluso si no pueden castigarme hasta morir, me discapacitarán. Al pensamiento de eso, me sentía miserable. Oraba rápidamente al Señor, y durante mi oración, recordé que el Señor Jesús fue clavado en la cruz para perdonar a la humanidad. Comparado a ese sufrimiento, ¡mi miseria no era nada! Siempre y cuando pueda beber del cáliz de amargura por el Señor, incluso si muero, vale la pena. El Señor Jesús dijo, “Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; más bien temed a aquel que puede hacer perecer tanto el alma como el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28). Los policías solo pueden matar mi cuerpo, pero mi alma es la mano del Señor. No debo reservarme nada y dar mi vida al Señor. Pensando en esto, mi corazón se calmó.
Después de golpearme, el policía gritó con voz ronca, “¡Habla! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Eres un líder? ¡Habla rápido!” Respondí sin aliento, “Nuestra creencia en Dios es, la ley del cielo. Alguien estaba enfermo, oramos por ellos, ¿está mal? No soy un líder. Soy una persona ordinaria que cree en el Señor Jesús.” Dijo en voz alta, “Incluso si no dices nada, todavía puedo meterte preso”. Luego de eso, no me golpearon sino que me trajeron una pequeña hoja de papel, la cual estaba llena de palabras escritas, “Su creencia rompió la ley y molestó el orden social. Será detenido por quince días”. Gracias al Señor. Había pensado que nunca me dejarían ir tan fácil esta vez, y que en verdad sería sentenciado a reforma laboral, pero lejos de mi expectativa, fui detenido sólo por quince días. Esto fue todo gracias a la protección del Señor. A consecuencia, confié más y me hice la idea que continuaría difundiendo el evangelio después que saliera de la prisión.
En agosto de 2006, cuando predicaba el evangelio con un hermano mayor, fui arrestado de nuevo. Esta vez, nos llevaron a los dos directamente al centro de detención después del interrogatorio y me detuvieron por quince días y al hermano mayor siete días sin ninguna razón. Durante este tiempo, la policía de la prisión instigó a que un criminal me castigara. A menudo usaba su mano para torcer mi muñeca por diversión; cada vez estaba tan adolorido que mi sudor salía a chorros, mientras él se reía con regocijo y no aflojaba su mano hasta que se cansaba. Además, a menudo no me permitía comer o dormir sin ninguna razón. Cuando vio que mostraba signos de cansancio, se corría hacia mí y me castigaba. Los policías, sin embargo, no tenían el más mínimo cuidado si vivía o moría y dejaban que el criminal me castigara como quisiera. De esta forma, a menudo los criminales tomaban mi comida y con frecuencia me sentía mareado por el hambre y no podía hacer nada más que arrodillarme en la cama y rezar a Dios. Incluso más despreciable era ese policía que me llamaba todos los días. Me pidieron que escribiera mi nombre en un pequeño letrero y lo sostuviera hasta mi pecho para que ellos me fotografiaran. Dijeron que divulgarían mis fotos en la televisión, dejando que todas las personas supieran que estaba detenido por creer en Dios. Sus métodos despreciables de perseguirme me hicieron sentir que mi dignidad estaba humillada enormemente, lo cual era incluso más doloroso y triste que ser abatido. Justo cuando no pude soportarlo más, recordé de nuevo la escena cuando el Señor Jesús fue a Jerusalén y fue crucificado: Aunque muchas personas lo insultaban y le daban latigazos, Él irrevocablemente caminaba hacia donde sería clavado en la cruz. En últimas fue crucificado y salvó a la humanidad. Pensando en esto, me sentí confiado y sentí que era gloria que pudiera soportar tal sufrimiento.
Y como eso, bajo la protección del Señor, incluso cuando he sufrido dolor físico y humillación todo el tiempo cuando estuve arrestado, todavía podía regresar a casa en paz después de eso. Después de ser perseguido por la PCCh una y otra vez, verdaderamente vi que la PCCh es una banda de mafiosos y bandidos que se especializa en oponerse a Dios y perseguir a los Cristianos. Y al mismo tiempo, apreciaba el amor del Señor por mí: Cada vez que mi carne estaba demasiado débil para soportar la tortura de los policías, fue a través de mis oraciones que obtuve fe y fortaleza del Señor, y fue la palabra del Señor que me motivó a dar testimonio de Él ante Satanás, y evitar que venda a mi Señor y mis amigos. Luego resolví en mi corazón: Sin importar cómo la PCCh me persiga, continuaré predicando el evangelio del Señor, soportaré todo el dolor y cargaré la cruz para seguir al Señor hasta el final.
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Fuente: Estudiar la Biblia